LA MUERTE CAMBIÓ MIS COLORES

[Narradora: Lucy Sierra]

La salud es la mayor posesión. 
La alegría es el mayor tesoro. 
La confianza es el mayor amigo.
LAO TZU

Soy guerrerense, nací en la Costa Chica de Guerrero, la región más alegre por sus tradiciones, su cultura, sus chilenas y sus playas. Una región calurosa que llena de alegría a todos los corazones que conocen esta hermosa región del país.

Soy la mayor de nueve hermanos, empecé a trabajar desde muy chica para ayudar a mi madre en los gastos de la casa. Ella hacía tamales de iguana, enchiladas de mole, espolvoreadas con queso que se hacían ahí en el pueblo con su cebollita picada y listas para la venta.

Ahí el color que dibujaba mi infancia era maravilloso. Todo lo veía como el color del arcoíris. No me importaba la pobreza extrema en que vivíamos. A veces, cuando mi mamá se gastaba la inversión de los tamales y las enchiladas no teníamos para comer y me dormía con hambre, pero eso no me importaba porque tenía muchos sueños. Veía la pobreza de mis padres y eso me indignaba.

Mi madre, sometida a un hombre que la golpeaba, que la humillaba, pero seguían juntos, ya se habían acostumbrado a relacionarse de esa manera en un círculo vicioso del que es muy difícil salir.

Esa misma pobreza que tenían mis padres me obligó a conseguir un trabajo a los nueve años. A esa edad las niñas en Guerrero son expertas en las labores del hogar. Mi primer trabajo fue en uno de los hogares que tenían una solvencia económica muy buena, la señora le pagaba a mi mamá para que yo trabajara con ella. El pago era mensual y ahí trabajé 4 años y no recibí ni un peso porque el dinero se lo daban a mi mamá y con eso contribuía a la casa.

En esa familia donde trabajaba pasó un evento que marcó mi vida: se extinguió uno de los colores hermosos del arcoíris. Cuando cumplí 10 años, mis pechos empezaban a notarse, mi cuerpo se desarrolló y yo no entendía estos cambios. Una tarde calurosa, el sudor mojaba mi ropa y podía verse la silueta de mi cuerpo.

Esa tarde estaba terminando de hacer las tortillas, en una cocina muy encerrada en donde el calor era sofocante, sudaba y sudaba tanto que mi ropa se mojaba por el sudor, traía una blusita blanca de algodón ya empapada por el calor que se sentía. En eso veo venir al señor de la casa y le dije: “Su esposa no está, ¿le sirvo de comer?” y efectivamente no había nadie. Ahí empezó a cambiar uno de mis colores favoritos del arcoíris por un color oscuro-gris. Este señor al verme así mojada se acercó a mí y me dijo: “No te había visto. Ya creciste. Mira nada más qué pechos tan bonitos tienes”. Y empezó a tocarme de una manera que yo no entendía y me decía: “No grites, no te voy hacer daño. Es algo que te va a gustar”. Y no paraba de tocar mis pechos y de bajar sus manos en todo en mí cuerpo. Forcejeamos. Como pude me escapé de sus manos, recuerdo que salí llorando de esa casa y me detuve a mitad del camino. No quería llegar a mi casa y que mis papás vieran que había llorado. Me senté en un árbol de nanche y me puse a llorar porque no entendía lo que me había pasado.

Recuerdo esa tarde, ahí sentada, cómo el aire corría y mi ropa empezó a secarse. Fue la primera vez que sentí asco por mi cuerpo. Decía: “Por qué tenían que salirme los senos”. Llegué a mi casa, no dije nada. Aparte ¿cómo iba a decir algo de lo que había pasado si ellos ya le habían pagado a mi mamá lo de un año? el cual yo tenía que desquitar. 

No tenía deseos de regresar a esa casa pero tenía que hacerlo. Con lo que ya había vivido en esa casa trataba de no quedarme sola para que no pasará lo que ya me habían hecho pero esas precauciones eran en vano porque a partir de ahí, él buscaba la forma que estuviéramos solos para volver a tocarme. Él me decía que si yo hablaba, si le decía a mis papás o a su esposa, iba a meter a la cárcel a mi papá.

Él era un hombre poderoso, el más rico del pueblo, influyente. Y pues mis papás con una pobreza extrema qué podían hacer contra eso. Y yo, una niña que no veía más allá, ni entendía, simplemente se dejaba someter. Trataba de cuidarme lo más que podía. Me siguió acosando durante el tiempo que estuve ahí: dos años más. 

Seguía jugando con mis pechos, con mi cuerpo. Ese hombre mayor me enseñó a odiar mi cuerpo, a sentir asco por mi cuerpo y más por mis pechos, y no entendía por qué crecían más y más, cuando lo que quería era apachurrarlos, ocultarlos, y no hallaba la forma de que no se notarán.

Tenía que ponerme tres o cuatro blusas. Y mi mamá me decía que por qué me ponía tanta ropa, si sabía que no había jabón para lavarla. No me importaba traer la ropa durante una semana y menos si olía feo a sudor. Yo pensaba que con esto él no se me acercaría jamás. 

Al cumplir los 13 años estaba ilusionada porque quería estudiar. Ya había terminado la primaria y quería ir a la secundaria, pero en mi pueblo no había secundaria sino hasta otro pueblo cercano y tenía un papá machista que decía: “Para qué van a estudiar las mujeres si las van a mantener”. Mi abuelito me quería mucho y me ayudó a hablar con mi papá para que me diera permiso de ir a estudiar la secundaria a otro pueblo. 

Mi abuelito me salvó del acoso que vivía, el cual nunca conté. Él habló con mi papá y lo convenció que me dejara estudiar. Era algo tan difícil de lograr, pero él lo logró y mi papá autorizó que yo fuera a estudiar con la advertencia de que no me iba a dar ni un peso para la escuela, que yo vería cómo iba a estudiar. Eso no me importaba, simplemente quería el permiso para irme y dejar el infierno en el cual vivía.

Eso fue la salvación y el termino del acoso que viví. Por fin estaba en otro pueblo desconocido con otras ilusiones y otros colores como el rosa. Una niña de 13 años en un pueblo desconocido ilusionada por querer entrar a un salón de clases y cumplir mi sueño de estudiar.

No pensé que iba a lograrlo con un papá machista. Ahí viví los mejores años de mi vida. Me enamoré por primera vez, pero el acoso que yo había vivido no permitía que un hombre se me acercara. Él era unjovencito que me enseñó a dejar de sentir asco por mi cuerpo. Era un niño de mi edad que me decía que era hermosa cuando yo me sentía fea y sucia.

Estaba descubriendo esas emociones, mariposas en el estómago, el latir del corazón que sientes que se te sale del pecho. Estaba enamorada, un amor de adolescente: limpio y puro, pero yo no me sentía limpia ni pura por eso que viví en mi infancia que no me dejaba ser feliz. No podía disfrutar del amor que sentía por el joven, cuando él se me acercaba yo gritaba y me decía:

—Tranquila, ¿qué te pasa?

—No te me acerques, platiquemos de lejitos.

—Sí, está bien.

Cuando quería abrazarme me decía: “¿Te puedo abrazar?”. A veces consentía el abrazo, a veces no. Y bueno esa relación bonita de noviazgo terminó porque la secundaria se terminó. Y yo iba hacia otro reto más grande: estudiar la preparatoria, pero en ese pueblo no había preparatoria. Entonces, ¿cómo iba a hacerlo?Otro reto más. Ya con 16 años de edad yo quería continuar con mis estudios. Convencí por medio de otra persona a mi papá que me dejara estudiar pero esta vez en la Ciudad de México, una ciudad enorme a la cual jamás había venido. Recuerdo que para ir a comprar las tortillas en la misma cuadra de la colonia de San Agustín primera sección de Indios Verdes tenía que marcar las calles con un gis para no perderme. 

Ahí vivía con una amiga y su hermano, un señor con muy buenos sentimientos. Él tenía unos primos que tomaban y llegaban a visitarlo, ahí empezó otro calvario para mí porque uno de su primo al verme, una jovencita de 16 años, bonita pues, se le antojaba. Una noche cuando el silencio te deja oír todo lo que se murmura, escuché cuando el primo del hermano de mi amiga le decía que yo estaba bonita y si yo vivía ahí porque no me hacía suya. Él le dijo que no, que eso él jamás lo haría. Entonces él le dijo: “Déjame a mí, yo la voy a hacer sentir mujer. Ya está en edad de merecer por algo está aquí”. El hermano de mi amiga le contestó que jamás fuera a hacer eso y entraron en una discusión. Escuché todo. A partir de ahí ya no dormí y menos cuando él iba. No dormía cuando ese señor llegaba la casa y su hermano de mi amiga me decía: “Cuando venga mi primo y yo no esté, salte”. 

Él trabajaba en una tienda de pinturas y decía: “Te vienes a la tienda o te vas con la vecina, pero no te quedes a solas con él”. Pero una tarde que llegó yo estaba en el cuarto sola, no lo sentí llegar, yo estaba acostada en la cama viendo la televisión. La puerta estaba entrecerrada del cuarto cuando lo veo entrar, me llenó de pánico, me senté rápido y él se aventó hacia mí y me dice:

—¿A dónde vas?

—Voy a comprar unas cosas

—Tú no sales

Se acerca a mí y me tapa la boca para que ya no gritara y empezaba a tocarme, pero los vecinos escucharon: “¡No grites!” y como podía empezaba a gritar. Entonces un vecino se acercó y toca: “¿Estás bien?”. La puerta estaba cerrada y en ese momento me suelto y salió y dijo: “Vine a visitar a mi primo”. Yo salí corriendo. El hermano de mi amiga tomó una decisión: yo ya no podía vivir con ellos, no porque ellos no quisieran sino por el riesgo que corría. Entonces me pidió que me fuera con un familiar que tenía una prima que falleció por cáncer cervicouterino. Hace años mi papá, que tampoco estaba de acuerdo que yo estuviera con mi amiga y su hermano, le pide a mi prima que si podía quedarme en su casa y dijo que sí. Vine a Iztapalapa y aquí las cosas fueron diferentes, no como yo esperaba.

Conocí en Iztapalapa al padre de mis cuatro hijos: dos niñas y dos niños. Lo conocí en un taller de costura. Tuvimos una relación de noviazgo como de 4 meses, yo estaba cansada porque tenía problemas en la casa. Me dejaba en la calle cuando se iba a una fiesta, yo llegaba del trabajo y encontraba cerrado. Había muchas cosas qué padecía y entonces una tarde el papá de mis hijos ya me había dicho que quería juntarse conmigo, pero yo le decía que no, que estaba muy joven como para casarme, que mis sueños eran otros.

Y una tarde voy a visitarlo a su cuarto donde vivía. Fui más bien a recoger un reloj que él me había quitado una tarde antes y el cual yo necesitaba. Entonces voy a buscarlo me invitó a pasar y pues ya estando solos en un cuarto empezó a tocarme y recordé lo que había vivido, pero ahí ya no había más camino donde correr. Era difícil que yo saliera de ese cuarto al cual yo había decidido entrar.

Con las secuelas de los acosos que yo había vivido la cual, pues mi esposo nunca se enteró, entonces me ocasionaba conflictos pequeños, pero conflictos que él tampoco entendía porque yo no podía dejar a mis hijos con sus familiares por la desconfianza de que los tocaran. 

Viví con él 17 años y nos separamos por infidelidades de su parte o más bien él decidió dejarme porque se relacionó con una prima mía. Fue ahí donde la muerte cambió los colores de mi vida: la separación me dejó devastada con un dolor profundo que no me cabía en el pecho. Quería morirme porque amaba mucho a mi esposo, yo quería vivir con él toda mi vida o por lo menos eso me habían inculcado. 

Al darme cuenta que ya no me amaba y qué se iba del hogar sentía un vacío enorme en mi corazón que no podía con él y muchas veces pensé en suicidarme, no le veía sentido a mi vida sin él. Y para esto tenía problemas de salud: mi menstruación no era normal, cada vez que menstruaba era con mucho dolor. El dolor era como de parto y a veces tenía dos o tres veces al mes la menstruación.

Fui al centro de salud. Tenía como 4 años que no me hacía el Papanicolaou. No tenía ese conocimiento de lo importante que eran los estudios de las mujeres, entonces pues no lo hacía y voy al centro de salud a hacerme el Papanicolaou. Te dan en un mes los resultados, pero yo me seguía sintiendo mal, me dolía mucho mi vientre. Veía que eso no era normal. Voy a un ginecólogo particular y me hicieron una colposcopía. Ahí fue donde me dijeron: “Tiene cáncer. Su cuello de la matriz está invadido de cáncer”. 

Recuerdo esa tarde lluviosa que corría el aire frío en la que mi vida cambió en un instante. Cáncer, muerte. No podía entender lo que pasaba sólo recuerdo que salí de ese lugar desconsolada y triste. Caminé hacia un parque con el pasto humedecido por la lluvia, sentía esa brisa que enfriaba mis mejillas. Recuerdo que me puse de rodillas y grité. Le pedí perdón a Dios, que no quería morirme, que me diera otra oportunidad de vivir, que mis hijos estaban muy pequeños.

Ahí pasó toda mi vida como una película frente a mis ojos y dije que estaba loca: que antes había deseado morir y ahora que Dios me estaba cumpliendo mi antojo yo ya no quería morirme. Le dije: “Dios perdóname, te prometo que si tú me ayudas con esto voy a vivir para mí, para mis hijos. Si me das la oportunidad de seguir con vida yo ya no voy a sufrir por la separación de mi esposo. Lo voy a dejar que sea libre y que sea feliz con quien él quiera y voy a dedicarme a cuidarme”. 

Me llamaron del centro de salud y me dijeron que era muy importante que yo me atendiera, me dieron un pase para la clínica de displasia que está en Cárcel de mujeres. Fui a la cita. Me preguntó el médico que con quién iba. Le dije que sola. Me atendió amablemente e hizo el estudio de la colposcopía y dijo “mañana la quiero a las 7 de la mañana porque la vamos a operar”.

Al siguiente día estuve ahí acompañada y me pusieron anestesia de la cintura para abajo y con un rayo láser me quemaron el cuello de la matriz. Quitaron todo lo dañado. El doctor dijo que tenía que cuidarme durante tres meses y me dio indicaciones. Comentó que si en ese tiempo todo funcionaba bien no me quitarían la matriz, pero que si las cosas no salían como esperábamos, pues que me fuera preparada porque la siguiente operación sería quitarme la matriz

No pregunté qué era lo que me estaban haciendo o qué era lo que yo tenía. Ya sabía que era cáncer, entonces simplemente me puse en las manos del médico y que hiciera de mí lo que quisiera. Seguí las indicaciones que me habían dado, a los tres meses regresé y me dijo el doctor que estaba muy bien, que me había cuidado y que no me iban a operar nuevamente, pero yo le dije: “Doctor, si con eso voy a estar bien, quítemela, ya tuve los hijos que quise”.

La operación fue todo un éxito. Estuve en tratamiento un año y después me dio las citas un poco más lejanas, pero tenía que ir a revisión. A los 2 años me dio de alta y me dijo que ya estaba bien. Yo le pregunté 

—Entonces, ¿tenía cáncer doctor? 

—Tenías, pero ya no tienes. 

—¿Ya no me voy a morir? 

—Por lo menos de esto, ya no. Ya estás bien. Sólo tienes que hacerte tus estudios periódicamente, cada 6 meses o cada año y si llegaras a tener problemas de salud otra vez, vienes y aquí te atenderemos.

Esa oportunidad que me dio la vida cambió mis colores. Fue ahí donde pasé de ese color gris oscuro que sentía por la separación de mi esposo, a un hermoso color rojo, al rosa fiusha, que son los colores que tanto me encantan. 

Tuve la oportunidad de vivir otra vez para mí, para mis hijos que estaban tan pequeños y aunque su papá ya no vivía con nosotros, tuve que pasar por esto para darme cuenta que la vida era tan valiosa, que no podía desperdiciarla por una separación.

Retomé mi sueño de estudiar. Entré a la preparatoria, me dediqué a mis hijos. No obstante, en el 2014, me estaba olvidando otra vez de mí, me sentía muy sola y no sabía cómo contrarrestar esa emoción. Entonces me llenaba de trabajo, de estudios, de todo, el chiste era ocupar todas las horas que tenía disponibles para no pensar en la soledad.

En 2014 me enfermé, estaba en la preparatoria: otra vez la amenaza de la muerte me cambió los colores y empecé a ver todo gris. Otra vez esa tristeza, estaba olvidando la promesa que había hecho de ponerle colores a todo lo que hacía. Cuatro meses estuve enferma de neumonía. ¡Creí que iba a morirme!

Aunque mis hijos ya estaban más grandes, sentía que no estaban listos para quedarse solos. Le pedí a Dios otra vez la oportunidad de sanar: “Perdóname Dios porque te hice una promesa hace tiempo y me diste la oportunidad de vivir y ahora otra vez empecé a desalentarme, déjame vivir y ahora sí voy a cumplir. Voy a ser feliz”. 

Terminé la preparatoria, entré a la universidad, a la carrera de promoción de la salud. Entendí porque estaba en esta vida, cuál era mi misión: ayudar a mis semejantes. Me encanta la promoción de la salud y entender los factores que intervienen para que una persona no tenga una salud adecuada. Me dediqué a estudiar. El estar ahí en la universidad me trajo a este diplomado en el que he descubierto otros conocimientos que me ayudarán a entender el cáncer y su complejidad: el miedo que le tengo a esa enfermedad me ha hecho querer saber más de ella. Ahora tengo la oportunidad de conocerme y valorarme y saber qué me hace feliz y qué no.

También con quién quiero ser feliz y con quién no, ahora disfruto cada momento de mi vida. A todo lo que hago le pongo un color del arcoíris. El acercamiento a la muerte me cambió los colores. Cuando sólo veía grises me mostraba otros colores y aquí estoy: de pie, luchando por ser feliz cada día, al lado de mis seres queridos y disfrutando cada instante.

Me siento feliz por vivir y me preparo día a día para poder ayudar y poder entender a las personas que padecen cualquier tipo de enfermedad y más las crónico-degenerativas, que son mortales. 

La vida que he vivido me ha hecho sensible, empática. Ahora sé cuál es mi misión en este mundo y por qué Dios me ha dado la oportunidad de vivir nuevamente. Soy feliz y mi felicidad depende de mí. Me costó mucho trabajo. Estoy logrando todo lo que he deseado, en primer lugar mi salud. Trato de cuidar este hermoso regalo que Dios me dio, que es la salud: sin ella no tengo nada y con ella lo tengo todo.

*Estas palabras forman parte del libro en prensa Rostros en la Oscuridad: Cáncer, un libro que reúne relatos diversos de personas afectadas por el cáncer.