[Entrevista realizada por Claudia Posadas Martínez]
Soy Rogelia, tengo 40 años y 6 hijos y estudié hasta 2.º de secundaria. Vivo en la comunidad de Tlaquiltzinapa, Guerrero, una comunidad muy humilde con mucha pobreza y falta de lugares donde trabajar. Es ahí donde vivimos 10 personas, ya que están con nosotros mi nuera y mi nieto. En el pueblo, el medio de trabajo es el campo, por lo cual rentamos un terreno para poder cultivar maíz, calabaza, frijol. Pagamos por la renta del terreno $3,000 pesos y lo demás se utiliza para el autoconsumo y otra parte para vender y tener dinero para solventar otros gastos.
Pero como el dinero no nos alcanza ni para la comida, mi esposo e hijo mayor tienen que trabajar como ayudantes de albañiles, mientras mis demás hijos de 18, 15, 13, 10 y 7 años trabajamos en el campo: desyerbando, acomodando la calabaza y la milpa para garantizar comida para toda la familia. Debo de reconocer que vivimos en condiciones de pobreza, pero muy unidos y acompañados.
En mayo de 2018, mi hijo de 7 años, empezó con fiebre intensa que no se le podía controlar. Lo llevamos con un doctor particular quien le recetó antibióticos. Ahí gasté 750 pesos de consulta y medicamento, pero como mi hijo seguía mal, recurrimos a un curandero, que nos cobraba 15,000 pesos para curarlo, de por vida, ya que aseguraba que a mi niño le habían “hecho un mal». Me garantizaba que lo iban a curar sin embargo, por no tener dinero, no pudimos atenderlo ahí.
Recurrimos con otro curandero que me cobró mil pesos, lo atendió porque tenía “mal de la sombra”, seguramente por un susto que tuvo, y sí, sí le ayudó un poquito. Después ya andaba jugando y nos ayudó a trabajar unos días en el campo, pero la fiebre volvió, por lo que lo llevamos nuevamente con el primer doctor, quien ya no quiso atenderlo.
Decidimos llevarlo al Hospital General de Zona en donde lo diagnosticaron, después de algunos estudios, con hepatitis. Me pidieron que regresara al siguiente día con el pediatra del cual sólo recibí regaños, ya que argumentaba que: «por qué quería que mi hijo estuviera bien, sí tendríamos que esperar a que la medicina hiciera efecto en el transcurso de al menos 7 días».
Sin embargo, mi hijo seguía con fiebre y tenía muchos moretones, por lo que yo insistí en que no era normal que mi hijo estuviera así y con dolor de estómago. Después de tanto insistir revisó los estudios y comentó que realmente no era hepatitis. Que sospechaba de una enfermedad en la sangre, porque tenía una anemia muy severa, con altas posibilidades de que fuera leucemia.
En ese momento me sentí mal y no sabía qué decidir. Empezaron a hacerle miles de cosas: le pasaron sangre, muchos estudios y aun así le seguían bajando las plaquetas. A pesar de la atención recibida, mi hijo requería más estudios, los cuales no tenían en ese hospital, por lo que la trabajadora social de ese mismo hospital se acercó a mí y me dijo que ella ya había visto enfermedades similares a las de mi hijo, por lo cual me sugería que se le hiciera un ultrasonido urgente en otro hospital.
Por medio de la trabajadora social pudimos sacar al niño para llevarlo a que le hicieran el ultrasonido que ella había sugerido y que los médicos no solicitaron. También me ayudó para poder pagarlo y con esto llegar a un diagnóstico, pues los médicos no podían hacer más por mi hijo. Incluso, ella fue quien nos asesoró para darlo de alta voluntaria. Nos dio dinero y la dirección de un hospital de la Ciudad de México, un Hospital de tercer nivel para poder trasladar a mi hijo para su manejo y atención.
Cuando llegué al Instituto, confirmaron que mi hijo tenía leucemia. Yo ya sabía más o menos que era cáncer en la sangre; sin embargo, no lo podía ni aceptar. Luego se me vino a la mente: ¡Es cáncer! ¡Mi hijo se va a morir! ¡Cuánto le queda de vida! Me cayó tan pesada la noticia. ¡Me puse tan triste! Pero al final uno lo tiene que aceptar.
Para mí, cáncer es igual que muerte, porque uno no sabe de las quimioterapias, uno no sabe nada de la enfermedad y del tratamiento, pero cuando uno pasa todo esto, va entendiendo las cosas. Aún así, cuando llegué al hospital y me confirmaron el diagnóstico, mi primera pregunta a la oncóloga fue:
—¿Cuánto tiempo de vida le queda a mi hijo?
A lo que ella me contestó:
—¿Y quién te dijo que se va a morir?
Pero ahora lo que sé es que gracias a Dios y a la ciencia, el cáncer es curable. Solo hay que tener paciencia. Después de esto, ya tuve que aceptar la enfermedad y tuvimos que seguir en las indicaciones de los doctores y del tratamiento.
Un mes después, el área de trabajo Social del servicio de Oncología nos envío a la Fundación Casa de la Amistad para Niños con Cáncer para familias de escasos recursos, donde nos ayudaron con el transporte, medicamentos, alimentación y hospedaje.
Quiero decir que, a pesar de que me explicaron el problema de salud de mi hijo y me inscribieron a una Fundación de ayuda a niños con cáncer para familias de escasos recursos, abandonamos el tratamiento de mi hijo, pues no teníamos dinero para poder regresar a la Ciudad de México para la aplicación de sus quimioterapias.
A pesar de que la Fundación nos brindó apoyo y el Seguro Popular cubrió los medicamentos, el venir a esta ciudad implica muchos gastos: transporte, taxis (cuando mi hijo no puede caminar), agua, comida que tengo que comprar . Además de un juguetito que él quiera, comprar algo personal; en fin, se va gastando el dinero, por lo cual, yo no tenía para solventar los gastos. Además, yo veía a mi hijo bien. Yo decía: ¡Ya está bien! ¡Yo lo veo bien! Me sentí encerrada por la falta del dinero, por eso se me hizo fácil ya no traerlo.
Un día me puse a pensar: “Estoy jugando con la vida de mi hijo”. Lo platicamos con mi familia y como pudimos lo trajimos otra vez, después de dos meses y medio de haber suspendido el tratamiento. Dejé de llevar a mi hijo por la economía tan compleja que tenemos: seis hijos de 22, 18, 15, 13, 10 y 7 años, una nuera de 19 y un nieto de un año. Mi esposo y yo tenemos que comer, tenemos necesidades y nuestra única fuente de ingreso es el campo, el cual se tiene que trabajar con jornadas largas para recibir una cosecha, la cual se tiene que dividir en tres: el pago de la renta del terreno, nuestro alimento de autoconsumo y la venta para poder tener dinero para los pasajes y demás gastos. Esto no es fácil, esto es sumamente complejo y desesperante cuando tienes un hijo con cáncer.
Al regresar a retomar la atención para él, todos se enojaron conmigo: los médicos, las trabajadoras sociales y la psicóloga. Pero ahora, con esta recaída, aprendí que no debo de jugar con el tratamiento de mi hijo y que debo de seguir las indicaciones del médico. Ahora nos han ayudado a organizarnos, enseñándonos a buscar redes de apoyo y a gestionar ayudas para la cobertura de nuestros pasajes y necesidades extras.
Entendiendo que nuestra participación en el tratamiento tiene que ser activa, por eso decidimos hacer trabajos extras en el campo, vendiendo pulseras elaboradas por nosotros, todo para juntar recursos y solventar algunos gastos. Pero sobre todo, confiamos en la ayuda de Dios para que mi hijo llegue al trasplante y pueda curarse en su totalidad.
*Estas palabras forman parte del libro en prensa Rostros en la Oscuridad: Cáncer, un libro que reúne relatos diversos de personas afectadas por el cáncer.