El duelo sana
Iba por la quinta y como dicen: “No hay quinta mala”.
A las 10 de la mañana entré a la sala para recibir la quimioterapia número cinco de un total de seis. Sabía que estaría diez horas descansando en un reposet junto a otros pacientes en igualdad de circunstancias. Escucharía y compartiría historias de enfermedad, cáncer, trabajos, familia y pondría especial atención en el momento en que la conversación girara hacia las reacciones adversas de los medicamentos: fiebre, náusea, vómitos, mareos, inapetencia, pues mi organismo nunca había padecido tales malestares.
Como a las 8 de la noche salí del Hospital de Cancerología y ahí estaba mi hija Martha esperándome como en todas las anteriores veces.
Al llegar a casa cené un pequeño taco de barbacoa y media taza de consomé, con la confianza de que podía comer lo que fuera y no tendría reacciones adversas. Ahora considero a esos dos alimentos como los detonadores de mi duelo. A medianoche empecé con vómito y diarrea y un calor que me quemaba por dentro. Pasé el resto de la noche en incontables viajes entre el sanitario y la regadera.
En la mañana intenté descansar un poco para imponerme la idea de que todo iba a estar bien como en las anteriores cuatro quimioterapias. Sin embargo, con toda esa descarga de líquidos, las piernas se me doblaron y sentía la boca seca y con un sabor desagradable. Sin hambre, sin sed, regresé a la cama. Fue una mala idea, pues la depresión me estaba esperando entre las almohadas y sin sentirlo me sumergí en la tristeza.
Así empezó mi duelo, con ayuda del fuego que sentía por dentro. Estoy enferma, tengo cáncer, tengo diarrea, vómito, estoy mareada, siento un ardor insoportable en la garganta, tengo la cara hinchada, retengo líquidos… mi cuerpo ya se cansó, no tengo fuerzas… ni cabello.
Pasaron las horas y seguí hecha un ovillo, sólo me levantaba ocasionalmente para beber un poco de té. Dos días en cama y mi cerebro no estaba bien, la memoria me fallaba, no recordaba datos, nombres de personas, nombres de objetos comunes de la vida diaria: ¿Qué debía comprar en el súper? ¿Podría volver a ir al súper? ¿En dónde estaban las llaves de la casa?
Mi vocabulario disminuyó. Intenté leer, pero no comprendía nada, se me olvidaba que había leído en el párrafo anterior. Las palabras las tenía en la punta de la lengua, pero no las podía expresar o las confundía. Ni pensar en ver televisión: las imágenes sólo pasaban por mis ojos sin que mi cerebro las interpretara. Todo lo anterior me generaba emociones que no podía controlar y a veces las desbordaba sobre mi familia: enojo, angustia, desesperanza; me sentía abandonada, temerosa, frustrada, desvalida y perdida.
Después de recibir el diagnóstico de cáncer intenté llevar mi vida normal: trabajaba, hacía un poco de ejercicio, salía con mis amigas, estaba con mi familia, siempre cargando la máscara que me diseñe yo misma desde años atrás, cuando tuve que enfrentar otras adversidades de la vida. Ahora, con el cáncer y la cantidad de frases que personas de buena voluntad me soltaban, inevitablemente la máscara se aferró a mi rostro.
“¡Martha, tú eres una guerrera! ¡Martha, tú puedes! ¡Eres fuerte! “¡Siempre has salido adelante!¡Martha, te ves muy bien!”, ¡Joder! ¿Sólo porque me veía bien? No saben cuánto peso cargaba y no, no estaba bien. Me había negado a saberme enferma, a aceptarme enferma. Mi vida había cambiado desde que ingresé al Hospital de Cancerología y no lo acepté.
Todo había iniciado con la primera referencia en mi expediente: Paciente, aparentemente sana, 53 años y un largo etcétera. Tras esas primeras líneas me escondí, a pesar de estar bajo un tratamiento para curar el cáncer, pensaba que estaba sana, porque aceptar estar enferma era para mí un signo de vulnerabilidad y dependencia.
Martha, la que siempre controlaba y dirigía su vida, develaba por fin sus emociones, bajaba la máscara y decidía que sólo debía expresarlo: Sí, tengo cáncer. Estoy en quimioterapia. Debo de aceptar esa realidad.
Al diablo las etiquetas: no soy una guerrera que lucha contra el cáncer, no estoy fuerte, tengo miedo, necesito ayuda, perdí lo más preciado que tenía en la vida: la salud, pero sí puedo dar batalla para recuperarla. Quiero llorar, necesito llorar. Solté el llanto, me perdí en el tiempo y el dolor. Cuando desperté, corrí al espejo, me miré detenidamente: era la misma Martha de dos días atrás, sin pelo, intoxicada y con los síntomas secundarios de la quimioterapia.
El duelo me sanó… soy paciente de cáncer.
*Estas palabras forman parte del libro en prensa Rostros en la Oscuridad: Cáncer, un libro que reúne relatos diversos de personas afectadas por el cáncer.