El optimismo en alto

¿Qué tal, querido lector? Mi nombre es María del Carmen Romero Rosas y tengo 54 años. Déjame contarte que un domingo de agosto del 2017 me detecté una bolita debajo de la axila, mi hermana Arcelia, que es médico general, me exploró y me mandó hacer una mastografía, un ultrasonido de mama y una endoscopia. 

En tres días me dieron los siguientes resultados: Mastografía bilateral con imagen sugestiva de tumoración en CSI de mama derecha de origen a determinar, clasificación americana de radiología, en estado BI RADS IV, se sugiere complementar con biopsia diagnostica, del ganglio axilar derecho y de la tumoración en CSI de mama derecha.

Arcelia me sugirió que fuera al INCAN para que mi atención fuera inmediata y especializada. Ahí me recibieron y mandaron más estudios para confirmar lo que ya se sabía, pero además encontraron que había dos nódulos debajo de la axila y dos más en el seno derecho. Se requería pronta cirugía, pues mi cáncer era abrasivo invasivo. 

En menos de un mes yo ya estaba operada. Tuve que elegir entre una cirugía conservadora, en la cual me quitaban los nódulos cancerosos, conservando la mama, o una mastectomía. Elegí que fuera conservadora, ya que el doctor me comentó que con o sin seno el cáncer podría regresar, pues el cáncer no tiene palabra.

Traté de tomar las cosas con calma, pero mi mente era un torbellino de emociones encontradas, pues conocía bien la enfermedad y sus estragos. Aunque sabía que la ciencia estaba adelantada relacionaba el cáncer con la muerte. Debo decirte que del lado paterno la hermana mayor de mi padre murió de cáncer, su agonía fue de un año y resultó muy desgastante para toda la familia pues vimos cómo se consumía día con día.

Tiempo después siguió mi prima, también con cáncer de mama, resistió 26 operaciones pues el tejido se necrosó. Hoy en día ella está bien, sus chequeos anuales han salido exentos de cáncer y, aparentemente, lleva una vida normal.

En el INCAN estudiaron mi árbol genealógico en el Departamento de Genética Clínica del cáncer hereditario; encontrando que no nada más somos mi tía, mi prima y yo quienes padecimos cáncer, sino cuatro familiares más. En específico, para una de ellas resultó que era hereditario. En mi caso determinaron que fue hormonal y por la edad.

Ante este panorama familiar mis temores aumentaban; pero a la vez yo misma me animaba pensando que las primas que tuvieron cáncer se mantuvieron positivas y que se ocuparon, no se preocuparon. Este hecho influyó mucho en mí, pues desde el momento que supe que tenía cáncer mi propósito fue salir adelante.

No me importó perder el pelo, las pestañas, las cejas, verme como despojo, sabía que tenía que pasar ese proceso y de alguna manera logré conservar el ánimo en alto, pues lo requería mi cuerpo para absorber bien los medicamentos, no quería que por mi omisión la cura se retrasara. Lo que estuviera en mis manos yo lo podría manejar.

Firme en este propósito, empecé a oír y escuchar música alegre, poner amor en lo que hacía, a no ser tan impulsiva, disciplinarme ante las indicaciones del médico. Y algo que fue determinante fue ubicarme en el espacio y lugar donde me encontraba convaleciente, pues he de decir que de ser una persona independiente pasé a formar parte de la familia de mi hermana Arcelia. Ella se hizo cargo de forma integral de mi mamá y su servidora. De forma incondicional nos ofreció su casa para estar más cerca del INCAN, pues nosotras vivíamos al norte de la ciudad.

Mi hermana y su familia directa cambiaron sus hábitos alimenticios por mí y debo decir que en esta etapa descubrí en mi hermana a un ser maravilloso, del cual desconocía su potencial. Fue también mi motor y algunas de sus palabras que siempre llevo presente son: “Si tú te cuidas nos cuidas, Chaparra”. Y en verdad lo siento así. Mi madre, por su parte, se convirtió en mi compañera inseparable. Siempre estuvo ahí de forma incondicional y amorosa.

Durante mi convalecencia de la cirugía mantuve en general el optimismo, pero al comenzar mi tratamiento de quimioterapia (cuatro quimios rojas y doce quimios blancas) la oncóloga, me dio una serie de indicaciones y restricciones alimenticias que seguí al pie de la letra. También me indicó que no podía cargar más de 2 a 3 kilos en mi brazo derecho pues me podía dar linfedema, pues me quitaron los ganglios del lado derecho y eso sí me tumbó.

¿Cómo que no podía hacer esfuerzo? Si yo era quien pintaba, resanaba, cambiaba los muebles de lugar en la casa, la que cargaba arena y hasta bultos de cemento. Me sentí mutilada sin estarlo. Hasta este momento me di cuenta de que no había digerido bien que me operaron de cáncer, de mi gran negación ante la enfermedad y del miedo que tenía y tengo al dolor. 

En ese preciso instante comprendí de golpe que mi vida tendría que cambiar. La verdad no sabía a lo que me enfrentaba. El cáncer fue un detonador en mi vida. Tuve que aprender a seleccionar lo urgente de lo necesario y en este caso lo inminente era recuperar mi salud. No obstante, mi mundo interior se derrumbó y muchas veces lloré amargamente.

Recuerdo que, al recibir mi primera quimio, empecé a tener cambios físicos y emocionales. Esto me hizo buscar ayuda, pues mi irritabilidad y ansiedad iban en aumento. Aunque me esforzaba por tener dominio propio no lo conseguía. Mi mal humor empezaba a dañar a mi familia cercana y a mí. Estaba iracunda, pues me sentía mutilada sin estarlo. Mi brazo también requirió especial atención: no era suficiente con el proceso y consecuencias del cáncer, también me diagnosticaron mastocitosis, una enfermedad rara del sistema inmunológico poco estudiada en México, y por la cual actualmente sigo en tratamiento. 

En cuanto al cáncer, lo que me hizo dejar de hacerme la fuerte fue vivir la sensación de abandono de mi cuerpo, su rechazo a seguir adelante. Mientras mi mente decía: “Adelante”, mi cuerpo dijo: “No”, y tuve la sensación de que mi humanidad se quería morir. Esto me dio mucho miedo. 

El grupo Reto (voluntarias del INCAN) me canalizó con el doctor Salvador, psicólogo oncólogo, quien me escuchó por casi tres horas seguidas. A él le expuse todo mi malestar: porque maltraté verbalmente a mi madre, porque muchas veces no sabía cómo manejar las atenciones que tenían conmigo, pues no estaba acostumbrada a tener tantos cuidados; y eso algunas veces me hacía sentir inútil y a la vez culpable por no saber aceptar ese amor incondicional que me brindaban. 

Le conté que mi hermana me dijo que se veía odio en mi mirada, que me costaba hilar pensamientos, que me dispersaba con mucha facilidad y tartamudeaba, sintiéndome muy insegura. Que no sabía hacer las preguntas a mi oncóloga para satisfacer mis dudas como paciente, que cuando me daba instrucciones tenía que anotarlas rápidamente porque se me olvidaban, que cuando leía un texto se me olvidaba su contenido, que no retenía nada, que en una ocasión perdí la memoria y por un rato no recordé mi nombre ni el trámite que iba a hacer. Fueron momentos muy angustiosos. Finalmente, le dije que esos sentimientos de negatividad estaban rebasando mi cordura y que pedía ayuda porque yo sola no podía. 

Cuando dejé de hablar, el doctor, con gran calidez, pero con firmeza y autoridad me puso en mi lugar. Hizo ver el respeto que le debo a los demás y a mí misma. Me dijo que si quería amabilidad debería de empezar por darla, que me ubicara en la situación económica que me encontraba (esto dolió mucho), que tenía todo el derecho a estar enojada y a no callar lo que siento.

También me dijo que aprendiera a modular mi voz e intención al decir las cosas para no afectar a los demás para que todo fluyera, que no era la única que la estaba pasando mal, que lo hablara con mi familia, así como lo estaba haciendo con él, que una pena compartida era mejor en familia que sola. 

Y si era posible, que toda la familia tomara terapia para hacer de más calidad la travesía del proceso de cáncer. Por último, me pidió permitirle acompañarme en este camino pues me aseguró que no estaba sola y contaba con él. 

Cuando salí del consultorio era otra, más ligera, ya no me dolía la cabeza, ni la garganta, ni las mandíbulas. Caminé más erguida, segura y contenta. Veía la tarde más nítida que otros días. Realmente gozaba lo que veía. Me sentí aliviada y di gracias a Dios por esta oportunidad y creo que entendí lo que es ponerse en sus manos, abandonarse a su voluntad y por mí parte hacer lo que tenga que hacer. Me sentí empoderada y optimista. Decidida a no victimizarme y a exorcizar mis malas creencias y a ver la adversidad como una oportunidad.

Hoy, después de estos años de convivir con el cáncer, puedo asegurar que aprendí que mi cuerpo es el único domicilio donde habito, que soy responsable de mantenerlo, procurarlo, respetarlo. Por lo tanto, soy responsable de mi salud. Al igual que de mi cuerpo, soy responsable de mis pensamientos, creencias, miedos, de mis palabras, actitudes y de vivir una vida plena. Aprendí a ser empático con el doliente y generoso con el caído. Y sé que siempre habrá una mano amiga para ayudarnos y que, sobretodo, Dios nos ama a pesar de todo. 

*Estas palabras forman parte del libro en prensa Rostros en la Oscuridad: Cáncer, un libro que reúne relatos diversos de personas afectadas por el cáncer.