Llego abril y con el su partida
La muerte no es enemigo, señores.
Si vamos a luchar contra alguna enfermedad
hagámoslo contra la peor de todas: La indiferencia.
PATCH ADAMNS
Se iniciaba enero, aún el ambiente estaba impreso con el espíritu de Año Nuevo: con buenos deseos y una noticia “van a operar a mamá” (como le llamamos a mi abuela) le han diagnosticado piedras en la vesícula. Llega el día de la cirugía, sus hijas y yo, su nieta la acompañamos a la clínica. Mamá estaba contenta porque estaría recuperada para el 25 de enero que sería la celebración del “Patrón San Pablo”, la fiesta del pueblo.
La bajaron al quirófano y esperamos en la habitación asignada. No había pasado mucho tiempo cuando tocan la puerta y se apresura a entrar una enfermera solicitando la presencia de un responsable en quirófano. Nos observamos y me dicen: “Ve tú, eres enfermera y podrás entender lo que te digan los médicos”.
Bajo al quirófano y la situación fue impactante. El médico dice: “su familiar tiene cáncer, invadió la vesícula y se ha extendido, presenta metástasis, hay que quitar parte, dejar un drenaje para evitar molestias y no hay más que hacer”. Escuché todo, pero no entendí nada, solo contesté: “Hagan lo que corresponda, lo mejor para ella”.
El trayecto a la habitación de la clínica parecía interminable, sentía las piernas y los pies tan pesados que apenas podía subir las escaleras y en mi mente:
– Como se lo digo a sus hijas, cómo se lo digo a mi madre, cómo decirles que su mamá tiene cáncer y que ya no hay nada que hacer, cómo hacerlo sin deshacerme: ‘eres la fuerte’, ‘eres la enfermera’ –resonaba en mi cabeza. ¿Cuál era la mejor manera de decirles? ¿Acaso hay una mejor?
—¿Qué te dijo el doctor?— preguntaron.
Decirles fue difícil:
—Mamá está muy mal y no hay nada que hacer. Le van a dejar un drenaje para disminuir las molestias y… —con voz más suave—: tiene cáncer.
En la habitación todas inconsolables y cómo decirle a mamá o no decirle. La dieron de alta, se la llevaron a casa de la tía y mi madre se mudó con ellas, pero ahora había que cuidar a los dos, pues mi madre tenía semanas de ser operada. El tiempo se tornó uno solo, no lunes, no martes, no era invierno o primavera, no era la fiesta del pueblo, era el tiempo de mamá. Eran días en que iba a mi casa de visita, a mis hijos los veía muy poco.
Un día mamá pidió acostarse en el piso, pero ¿cómo en el piso? sí, claro, su cuerpo quemaba. Después los dolores se tornaron insoportables, tiempo de visitar al algólogo y aunado a las quimioterapias, su vida se consumía.
—Duerme hija, descansa—, me decía.
—Ven, acuéstate conmigo…
—No mamá, te puedo lastimar.
Una alegría enorme fue para ella el ver a todos sus hijos juntos incluso el tío que llevaba años en el extranjero.
El deterioro fue inevitable, el dolor insoportable, la indicación fue sedarla. Pasaron 3 meses, llegó abril y con él su partida.
Mamá había muerto.
*Estas palabras forman parte del libro en prensa Rostros en la Oscuridad: Cáncer, un libro que reúne relatos diversos de personas afectadas por el cáncer.