[entrevista realizada por Laura A. Pedrosa Islas]

Mi nombre es Ramiro, soy residente de Oncología médica, en el Instituto Nacional de Cancerología. Estudié medicina en Zacatecas. Mi padre era pediatra y mi abuelo médico general pero independientemente de eso, la medicina era la única carrera en la que realmente podía proyectar mi vida, mi vida profesional. 

Anteriormente, en las ciudades pequeñas no era necesario tener tantos grados de especialidad y el posgrado. Mi abuelo era el doctor del pueblo y eso le llevó mucha fama. Lo que hace 20, 25, o 30 años, un médico general podía resolver, ahorita ya queda totalmente relegado. 

Mi gran ilusión era ser médico. Pensaba que cuando terminara la carrera iba a tener fama y fortuna. Al final te das cuenta que no. Vienen cosas como la especialidad, la subespecialidad. Y eso no es tanto por una exigencia propia, sino que la misma sociedad te lo va pidiendo. Con la carrera, la especialidad, el internado y la subespecialidad, tenemos un promedio de 11 años de estudio para poder alcanzar ese fin. Uno aprende así a vivir en los hospitales. Entré a la residencia de medicina interna. Ese año hubo cerca de 23 mil o 24 mil aspirantes y aprobaron el examen como seis mil, a nivel nacional. La hice en Durango. 

Llegar a un sistema de residencias es bastante difícil, porque te tienes que someter a las jerarquías de los mismos residentes. Adaptarme al hospital, donde estuve cuatro años, fue muy difícil para mí. Lo que más me pesaba era tener que quedarme callado. Y hasta la fecha eso me causa conflicto, pero ya lo aprendí. 

A los residentes que yo tenía arriba de mí no les gustaba que opinara en clases o que discutiera sus diagnósticos; siempre me reprimían. A veces me castigaban con guardias. Era una guerra abierta en un hospital de batalla; tienes que ser agresivo, para poder sobrevivir; tienes que ser aguerrido, estar a la defensiva casi siempre. Porque aprendes eso. Siempre estás esperando lo peor. 

Cuando fui residente de segundo grado, era jefe de residentes. Como viví todo ese tiempo encerrado, tan reprimido, no vi a mi familia casi por un año, por estar castigado en el hospital. Lo primero que hice fue quitar las guardias de castigo. 

Hacíamos los pases de visita un poquito más extendidos. En vez de ver a los pacientes así nada más, ahora les dedicábamos más tiempo, pero con los libros en la mano. Entonces todo el que tenía duda lo sacaba y leía: “¡Ah! pues sí es cierto”. Creo que esa era una manera académica para mí y para el resto de los residentes. Sobresalí sobre los R3 y entonces el jefe de servicio y el profesor titular me dieron la autoridad inclusive sobre ellos. Por querer ser el mejor, para no dejarme castigar.

Siempre me acercaba con mis adscritos y siempre era una retroalimentación entre el subespecialista y el residente. Eso era más gratificante y le sirvió mucho al hospital. Porque tú sabes perfectamente que cuando eso pasa, el paciente tiene mejor pronóstico y se resuelve todo en menos de 72 horas. Para los pacientes que son de bajos recursos eso cuenta mucho, porque más de cuatro días ya implica un gasto, un desgaste económico y emocional para la familia. 

Uno de los diagnósticos más difíciles es el de cáncer. Porque puede ser cualquier manifestación. Te das cuenta de que puede ser desde una sola alteración en un examen de laboratorio, hasta un cuadro muy florido.

Me llamó mucho la Oncología y me acerqué a un egresado de aquí. Él me decía: “El cáncer es una enfermedad curable”. Y cuando iba a la consulta con él veía a sus pacientes de cáncer de mama. Cómo llevaban ocho años a partir de que les dieron el diagnóstico y eran pacientes que los ves en la calle, dices: “Este paciente no tiene cáncer. No tuvo cáncer o no tiene nada que ver con el cáncer”. 

Cambias totalmente tu forma de ver las cosas. Contribuyes con la sociedad a darle un poquito más de esperanza de un diagnóstico que la mayor parte de la población dice que es sinónimo de muerte. Y cuando llegas acá te das cuenta de que no es cierto. Aprendes a ver la muerte como un proceso distinto. No es lo mismo decir: “Se va a morir”. A: “Mira, vamos a hacer todo lo posible por ayudarte. Vamos a intentar sacarte de este problema”. Creo que es una de las ramas de la Medicina, que no solamente manejas el aspecto médico, sino los sociales y emocionales. 

Hay pacientes que vienen nada más porque tienen un dolor o ven al médico como dolor: “Me van a picar. Me va a lastimar”. Pero si tú los atiendes, si tú te acercas a ellos y los escuchas, con eso se sienten bien. Eso también es Medicina. Y no necesitas administrar medicamentos o hacerles pruebas cruentas para poder ayudarles. 

Aprendes Oncología y a manejar al paciente oncológico, que es totalmente distinto al resto de los pacientes. Son más lábiles, son pacientes que hasta cierto punto viven la mayor parte del tiempo en los hospitales. Al escuchar a un paciente de cáncer, le ofreces esperanza y eso también es importante.  

Procuro no involucrarme emocionalmente con los pacientes. Trato de ser un poquito más serio, pero eso lo reflejas en tus relaciones interpersonales. Porque a veces para la familia o para la pareja eres muy frío. O sea, no demuestras tanto tus sentimientos. No sé exactamente cómo definir ese proceso, pero te acostumbras a ser así. Tratar de ponerte en el papel del paciente es medio complicadillo. Pero procuro que no me afecte y sólo verlo con serenidad.

No hay un programa que te diga cómo tienes qué hacer para lidiar con tus emociones o las de los pacientes. Pero a veces tienes tantas obligaciones, tantas presiones por la cantidad de trabajo, por la demanda académica, por la exigencia de las jerarquías, que te vuelves automático: “¡Ah! paciente que tiene esto, esto. ¡El que sigue! Paciente da, da, da…”. Y no tienes tiempo para interactuar con tu paciente. 

Te vuelves tan indolente porque lo que intentas es sobrevivir. Tienes que sobrevivir a la demanda de trabajo. Y pues te acostumbras, porque el ambiente es muy aguerrido. Creo que uno de los institutos más hostiles es el INCAN,  de los que tienen más antecedentes de renuncias, de malos tratos, de jerarquías. 

Las primeras semanas tenía que estar aquí a las cuatro y media de la mañana para poder pasar visita a las seis y media, después irme a la consulta y terminar mis pendientes y así poder salir en promedio a las diez y media, once, de la noche. Ahorita ya me puedo dar el lujo de llegar a veces a las cinco y media, o a las seis y salir a las seis o siete de la noche. 

Pero si estás aquí todo el día y llegas a tu casa a las siete de la noche, no llegas con ganas de estudiar. Llegas fatal, cansado. Lo que quieres es descansar y cuando menos lo esperas, te quedaste dormido. Eso es lo que se me hace injusto. Porque al final de cuentas te exigen alto rendimiento académico, que si no llenas esas expectativas, así, con la mano en la cintura, te pueden correr. Siempre tienes la presión de que te van a correr.

Hoy que estoy de guardia tengo a cargo todo el piso y a los pacientes que van llegando a Urgencias. Es como un proceso. Ya lo viví en otra ocasión. Nada más que ahorita es todavía más frustrante, porque cualquier problema, sin pensar: “Te quedas tres fines de semana castigado”. Y dices: “¿Cuándo puedo dormir? ¿Cuándo puedo leer? El único tiempo que tengo para estudiar me lo quitan. ¡Ay!”

Mañana, en el pase de visita con mi residente de tercer año, y a pesar de que me haya esforzado en hacer muy bien el ingreso, me dirá: “¿Por qué lo haces mal?”. Eso es lo único que he escuchado en estos tres meses: “Lo haces mal, lo haces mal”. Aquí aprendes a decir a todo: “Sí, tiene usted la razón”. O inteligentemente aprendes a decir: “Ah, me equivoqué”. Porque eso te evita muchos problemas. Al menos ya te dejan de estar hostigando.  

Me disgusta el sacrificio que a lo largo de la carrera haces en tu persona. Si yo tuviera tiempo libre, aparte de estudiar, nadaría, que es una cosa que me gusta mucho. O me dedicaría más a estar bien, física y emocionalmente, para no tener fluctuaciones del estado de ánimo, o tener cansancio mental, emocional y agotamiento. Como que no tienes una armonía contigo y lo que haces. Porque promueves la salud, pero tú no te cuidas tanto y descuidas a tu familia. 

Sería muy importante establecer un área en cada hospital, única y exclusivamente para estar evaluando la situación emocional de los residentes o el interno o el pasante. Porque a veces eso te lleva a tomar determinaciones que pueden ser fatales para tu vida. Me refiero, por ejemplo, a las renuncias. En esta guardia empezamos diez residentes y ahorita somos cuatro. 

Renuncian por cuestiones emocionales, asociadas con la presión que tienen. Por ejemplo, un residente que le echaba muchas ganas, tuvo un mal día: su esposa chocó el carro y tuvo que ser hospitalizada, pero él estaba aquí. Tuvo que decidir: “O voy a ver a mi esposa, o me quedo”. Entonces se enfrentó con el residente de mayor jerarquía, quien le dijo: “Si te vas, te corro”. 

¿Qué haces? Emocionalmente ya estás bloqueado, ya no puedes hacer nada porque te está ganando la emoción. Estás preocupado, no sabes qué pasó con tu esposa. “¿Sabes qué? No me importa, me voy”.  Y obviamente renunció. Otro residente de esta guardia dijo: “¿Por qué tengo que estar aguantando esto? Me voy”. Una decisión muy difícil, la toman así. Tiene mucho que ver el aspecto emocional. 

Si alguien hubiera intervenido hubiera dicho: “¿Sabes qué? Tranquilízate, vamos a ver la manera de resolver las cosas. Saca lo que puedas sacar. Platícame, yo te voy a ayudar, te voy a ofrecer mi apoyo. Voy a interceder por ti para que no te corran”. Probablemente hubiera sido otra cosa. O a lo mejor que pudieras decir: “¿Sabe qué?, me siento muy mal, tengo ganas de llorar”, o  “Tengo ganas de suicidarme porque me siento fatal”.

Lo que me mantiene en la residencia son las ganas de ser alguien. Yo sé que ya soy alguien. Si usted platica con mi mamá, le va a soltar las maravillas: “¡Ay!, mi hijo, el chiquito hermoso. Estoy muy orgullosa de él”. Mi plan de vida es regresarme a la ciudad de donde soy y trabajar con el paciente oncológico, hacer cosas por él. No tenemos un centro de atención, un instituto de cancerología.

Recuerdo que las primeras semanas aquí, uno de los residentes dijo: “Métanse en la cabeza algo y aférrense a él. Aférrense a él porque eso es lo que los va a mantener aquí”. O sea, no sé qué estaba pensando en aquel entonces, pero ahorita en lo único que pienso es en eso. Sé que puedo hacerlo. Puedo estar aquí y en algún momento voy a ser jefe de familia. En algún momento voy a ser un integrante de la sociedad. 

En algún momento tiene que ser.

*Estas palabras forman parte del libro en prensa Rostros en la Oscuridad: Cáncer, un libro que reúne relatos diversos de personas afectadas por el cáncer.