La preocupación es el mundo en el sujeto.
Karel Kosik.
En estos momentos, en alguna parte del mundo, una persona acaba de recibir el diagnóstico de cáncer.
Mientras el médico le da la información, sus emociones y pensamientos son trastocados de raíz. Es posible que se encuentre acompañada por algún familiar quien escucha la noticia sin creerlo del todo. Poco importan los detalles técnicos o biomédicos, cuando esa palabra conocida se repite una y otra vez en el estómago, en las piernas y los ojos. Es el hígado, los huesos, la piel, el páncreas, es alguna de las más de 200 alteraciones mortales.
De hecho, uno de cada 5 hombres y una de cada 6 mujeres recibirán un diagnóstico de cáncer en el transcurso de su vidas. Lo hemos escuchado, nos lo han repetido una y otra vez. Aparece en las cajetillas de cigarros, en los carteles de hospitales y medios de comunicación. Sabemos que el cáncer está ahí, y que es probable que un día nos toque. Nos preocupa, pero no más que otros aspectos de la vida, como el obtener un mejor trabajo, encontrar o cuidar pareja, educar a los hijos, o estar al tanto de los acontecimientos mundiales como el COVID19.
Pero el diagnóstico hace que todo ese discurso se haga cuerpo. El cáncer enmudece por un momento todos los afanes y las preocupaciones mundanas, las relativiza. Sus significados invaden las certezas, es un sismo, un derrumbe de sentido.
Se trata de lo que en diferentes tradiciones filosóficas y psicológicas se ha nombrado como una experiencia límite, un punto de quiebre en la existencia de una persona o una comunidad.
Aunque existen muchas maneras de responder a esta conmoción en función de la clase social, género, edad y otras diferencias violentadas, algo se comparte en muchos de los casos: emerge un desfase entre nuestra vida y la de un mundo que no se detiene por nuestra adversidad mortal.
Pero no da tiempo de pensar en esto. El diagnóstico se convierte en experiencias hospitalarias, filas, consultas, salas de espera, búsqueda de medicamentos. Surgen llantos nocturnos, emociones solitarias y a veces compartidas, gestos de solidaridad que vienen y se van, desesperaciones y a veces agradecimientos silenciosos. El diagnóstico va confirmando que somos deportados a un mundo “discapacitante” el cual es arrastrado por el ritmo del mundo “sano”. Es el mundo del padecimiento crónico y mortal donde todos entramos como migrantes y debemos aprender el idioma clínico, los hábitos de cuidado y las astucias administrativas para defender la dignidad y el bienestar que nos queda.
Y esto es justo lo que la experiencia límite representa: una contradicción profunda entre la vida “normalizada” y la vida “vulnerada”. Por un lado se rompe la funcionalidad en el mundo normal, y por el otro se hace más consciente la vida y su mortalidad, se mueven todos los valores, se cuestionan las prioridades, se diluyen los afanes del mundo de consumo y de poder.
Sin embargo, el discurso dominante contra el cáncer que enfatiza la prevención individualizada por sobre la ecológica, nos advierte todo el tiempo que si no nos cuidamos seremos nosotros los causantes de nuestra tragedia cancerosa. Y esto se ha convertido en un mecanismo ideológico idóneo para que el enfermo se asuma como el responsable único de su propia adversidad, y que acepte el designio “psicológico” , “natural” o “divino” que lo arrojó a esta condición. Y bajo este esquema se nos pide que seamos pacientes culposos y ejemplares, obedientes, animosos, y luchones, mientras las familias se les pide funcionalidad, que hagan malabares para ser cuidadores y simultáneamente los trabajadores productivos y ciudadanos bien portados para no perder la chamba ni hacer que se enojen las autoridades correspondientes.
Así, los afectados de cáncer pueden mirar con mayor claridad el absurdo compartido de ambos mundos: sobrevivir y adaptarse pasivamente a lo dado. Preocuparnos sin descanso de habitar un mundo inhumano que no puede ser cambiado. Ajustarse a la adversidad “normalizada”. Pasamos de ser cuerpos “sanos” explotados por el capital productivo, a ser cuerpos “enfermos” despojados y desechados por el capital extractivista.
Es la experiencia límite, junto con el pensamiento crítico, quien rompe la condena del padecimiento, porque nos permite distinguir que no es Dios ni es la “naturaleza” la que hace que los medicamentos sean tan caros o escasos. No es el “azar” ni la “fortuna” la que tiene a los hospitales saturados, ni lo que causa el despido laboral de los familiares que no pueden sostener el cuidado y la producción. La experiencia límite puede entonces llevar a una conciencia de que los padecimientos son también producidos y que es necesario rebelarse a la tragedia impuesta por un mundo donde las vidas no importan más que las ganancias farmacéuticas o el poder político. Y este coraje es lo que hace que muchas familias dejen de aceptar pacientemente que “no hay medicamentos”, que la comunidad deje de confiar en la minera y sus desechos “benignos”.
El cáncer se vuelve así no sólo un diagnóstico particular, sino un mundo producido que puede y debe transformarse colectivamente.
Y con mayor frecuencia, aparecen grupos y organizaciones de afectados que alzan la voz de esta conciencia, por su propia adversidad familiar, pero también por las leyes y los crímenes socioambientales que generan más y más enfermos, por la convicción firme de que Otro Mundo, más digno y responsable de sus enfermos, es posible y necesario. Somos todos convocados a generar y expandir alianzas entre personas enfermas, cuidadoras, trabajadoras de salud e instituciones que articulen experiencias, conocimientos y tecnologías para desnaturalizar y desindividualizar las adversidades, para sembrar esperanzas de salud colectiva, desde una fuerza social que subvierte la condena de muerte prematura, de preocupación y precariedad que la lógica del poder y la ganancia ha hecho de ésta y otras pandemias. Somos todos convocados, porque somos todos ya afectados.
Dr. Octavio Valadez
UNAM / Instituto Transdisciplinario sobre Complejidad Biocultural GAIA