Ser una niña

[Entrevista realizada por Fabiola Ramírez Ruíz a José Carlos Ramírez]

Un miércoles, al llegar al trabajo, corre a mis brazos Zoraida, quien oprime mi estómago porque me abraza y su cabeza a duras penas alcanza mi abdomen. Al abrazarme dice: “¡Qué! ¿No me vas a abrazar? o ¡Qué! ¿Ya no me quieres? Todos están enojados conmigo, no sé por qué”, ríe y me toma de la mano para acompañarme a la oficina.

Recuerdo que eran las doce del día, con un atardecer soleado y bastante caluroso de la recién iniciada primavera y Zoraida tenía dos blusas, una chamarra y una bufanda, sin olvidarnos de un pantalón de mezclilla abultado porque debajo de él aún vestía su pijama; y en los ojos, pequeñas lagañas hacían notar que Zoraida aún no se había lavado el rostro.

Al preguntarle por qué no portaba el uniforme de la escuela, limpiando sus ojos, ella me dijo: “No fui, porque no tenía ganas”. Se había despertado en la madrugada, pero sentía que no tenía fuerzas, tenía ganas de vomitar y no quería hablar con nadie, razón por la cual no almorzó. La habían regañado y con tal de hacerles pasar un mal rato a las cocineras y a los de área médica se negaba a pasar al comedor. Con actitud determinante dijo que no iba a comer nada en todo el día.

Las horas pasaron y llegó el momento del menú vespertino: arroz blanco, verduras al vapor y pechugas a la Cordon Blue (pechugas rellenas de quesillo), y efectivamente, Zoraida no pasó al comedor nuevamente, pero esta vez no solo se había negado a comer, también se negó a tomar sus medicamentos y les gritó a las enfermeras, a los médicos y a todo aquel que le pidiera tomar sus medicamentos.

Zoraida tiene un raro cáncer en la sangre. Zoraida es la niña más tierna y adorable cuando no amanece con náuseas, cuando no amanece con sangrado de nariz o cuando no amanece irritable, con abulia, anhedonia y esos términos pomposos que empleamos los psicólogos y médicos para referirnos al paciente a quien parece nada gustarle, no querer nada, no querer hablar ni ver a nadie y que ha determinado no continuar con su tratamiento porque para ella, nada parece aliviar su enfermedad.

El día siguiente, al llegar a trabajar, no me recibió Zoraida, situación que por un momento me hizo pensar que Zoraida había amanecido de mejor ánimo o al menos había tenido la fuerza suficiente para ir a la escuela. Llegó la hora de que las chicas y los chicos regresaban de clases, pero Zoraida no venía con ellos, pregunté y sus compañeros decían que había salido, pero no sabían a dónde ni por qué.

Después me enteré que Zoraida había estado sangrando toda la noche porque jugando la habían golpeado en la nariz, razón por la cual tuvo que ser trasladada de emergencia al hospital siendo necesario cauterizar sus heridas y evitar una mayor pérdida de sangre.

Esa noche, Zoraida se debatía entre la vida y la muerte. Necesitaba urgentemente ser transfundida, los de servicio médico buscaban donadores y no sabían qué hacer ni a quién recurrir, pues no había disponible en el banco de sangre del hospital y Zoraida no tiene a ningún familiar que la ayude o que la acompañe en esos momentos que la vida se le va.

Al enterarme de esa situación me ofrecí a ser donador y le dije a mis conocidos y familiares que ayudaran a Zoraida, y es que, no sé por qué a muchas personas aún les cuesta mucho dar un poco de sí y donar. Tal vez les da miedo, o no saben a dónde recurrir, o simplemente son indiferentes. A lo mejor no están informados y no saben cómo hacerlo, pero deberíamos solidarizarnos y donar, salvaríamos a muchos que, como Zoraida, necesitan una transfusión para vivir.

Y a veces solo necesitan que alguien les diga que no están solos, porque yo a Zoraida la he visto enfrentar su enfermedad sola, haciéndose la fuerte con sus amigos más chicos que la acompañan en el albergue. La he visto también levantarse con dolor y desánimo, la he visto aferrarse a su perrito de peluche que una enfermera le regaló. He visto como las noches en las que la mayoría duerme, ella solo abraza a su “amigo Paco” como decidió llamarle, y quedarse desmayada por el cansancio de su enfermedad.

La he visto también correr a los brazos de sus cuidadores buscando el cariño y apoyo de una familia, pero sobre todo la he visto aferrarse todos los días a vivir y a reír.

Sin embargo, llegó un fin de semana en que Zoraida ya no tenía interés en continuar su tratamiento, llegó a abrazarme y mientras lloraba me decía: 

– Ya no quiero ir a ese hospital, ni a ningún otro, nada de lo que me dan de medicamento me va a curar, no sé para qué me dicen que voy a estar bien y que debo tomar mis medicamentos sí sé que me voy a morir. A veces no quiero comer ni hacer nada, y me dan golosinas, juguetes o si me porto mal no me castigan con tal de que me tome mis medicamentos. Me gusta que me abracen y más porque sé que soy la consentida, pero a veces, solo quiero que me traten igual que a los demás y no como si me fuera a romper.

Zoraida tiene 11 años de edad y su única familia somos quienes conformamos este albergue, sus amigos no saben que enfermedad tiene y Zoraida no les quiere decir porque ella sabe que la van a tratar con cuidado y Zoraida solo quiere correr, empujar, saltar, reír y jugar, en pocas palabras ser una niña.

Yo sé que el cáncer infantil, por desgracia, ataca a muchos niños, yo quiero invitar a las personas a que donen. No solo sangre, sino un poco de su tiempo, amor y empatía a estos pequeños que día a día luchan por tener una oportunidad para vivir. Y que, así como Zoraida solo quieren seguir siendo niños.

*Estas palabras forman parte del libro en prensa Rostros en la Oscuridad: Cáncer, un libro que reúne relatos diversos de personas afectadas por el cáncer.